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La historia de Luis Monteagudo Tejedor

Durante muchos años, los ensenadenses de los años 40 y 50 - principalmente - negaban ser de Ensenada porque era esta una tierra famosa a 500 kilómetros a la redonda por sus prostíbulos y lo que a todo eso se asociaba. Decían ser "de La Plata", porque así esquivaban los sentimientos de vergüenza - casi siempre "ajena" - que la reputación de esta ciudad portuaria les producía.
Pero historias como las que alguna triquiñuela de los muchachos de Página 12 ha logrado reinsertar en los primeros puestos de Google, nos recuerdan ese pasado que también - nos guste o no - forma parte de nuestro acervo cultural.
Por eso, aquí está la nota publicada sobre Luis Monteagudo Tejedor que habla de esos temas y, por supuesto, nos menciona.
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Radar Domingo, 15 de Agosto de 2004
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Muchachos que andan paseando
Por Julio Nudler
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Los Monteagudo eran criollos, y orgullosos de serlo.
Eran una familia antigua, pero no rica.
Sencillos, llanos.
Luis exhortaba: “Si te encontrás con un Monteagudo morocho, tratalo como hermano”.
Estaba implícito que quien reuniera esas características podía resultar uno de ellos.
Su raza era la del “morocho argentino”, el mismo tipo humano al que alude el antiguo tango-milonga de Villoldo y Saborido: “Soy la morocha argentina...”.
Estaba formado por una mezcla de español, con varias generaciones de acriollamiento, de indio y tal vez de negro.
Luis Monteagudo Tejedor había nacido en Olavarría en 1890, donde estaba presumiblemente acantonado su padre, Juan Florencio, teniente coronel de caballería.
A Luis lo concibió Dolores, hija de don Martín Tejedor, hermano de Carlos, quien gobernó Buenos Aires y fue autor del Código Penal.
Aquella casta de políticos y eminentes jurisconsultos creaba leyes y códigos, pero no todos tenían intención alguna de regirse por ellos, como se vería con el tiempo.
Martín murió joven, por lo que Carlos se hizo cargo de sus dos hijas, Dolores y Julia.
Ésta casó con Aristóbulo del Valle, hermanastro de Juan Florencio, nacidos ambos en Dolores.
En casa de Luis Alberto Monteagudo, padre de Luciano, quien a la sazón es crítico de cine de Página/12, se conservan objetos que pertenecieran a Del Valle.
Martín, el militar, acabó sus días en La Plata, en 1971.
Luis supo ser uno de esos “muchachos que andan paseando”, la precisa definición de un espécimen porteño que se oye en algunos tangos, como en “Naipe”, de Enrique Cadícamo:
Muchachos que andan paseando,
la vida es una carpeta.”
Y fue este mismo vate quien lo mentó en la letra que acomodó al antiguo tango “Argañaraz”, de Roberto Firpo, que así pasó a subtitularse “Aquellas farras”.
Allí refiere Cadícamo:
“Siglo de oro de ese tiempo
en que el ñato Monteagudo
borracho de pernod
se quiso suicidar...”.
¿Quién fue ese varón, y por qué habría intentado el suicidio?
No hay por cierto certeza de que aquel episodio haya sido real, pero existe un indicio: Cadícamo no solía inventar nombres y ligarlos a situaciones por pura imaginación.
Tomaba personajes y sucedidos para convertirlos en materia poética.
Lo hizo en numerosos tangos, entre ellos “El cantor de Buenos Aires”, para escribir el cual se asesoró con un conocedor.
Luciano oía cantar los versos de “Aquellas farras” en la casa paterna, y de la tradición familiar aprendió que aquel Monteagudo referido por el tango debía de ser su abuelo Luis, aunque tampoco se lo pueda asegurar fehacientemente.
Luis Alberto, padre de Luciano e hijo de Luis Monteagudo Tejedor, lo confirma, aunque aclara por amor a la verdad la ausencia de certezas.
Porque, para él, de los seis hijos varones que tuvo su abuelo Florencio, no fue Luis, su padre, el mayor personaje ni el de más anecdotario, sino Martín.
Pero sobre esto se hablará después.
Luis era irónico, cachador, pero nunca sobrador.
Juan Florencio dejó Olavarría para trasladarse a La Plata, donde se afincó a fines del XIX en la calle 6.
Su prole eran muchachos paseanderos, rumbosos.
El padre les instaló un billar en la casa para disuadirlos de callejear, pero igual se escabullían, dejándole encargado a un sirviente que golpeara las bolas para hacer creer que estaban allí, jugando.
Tres de los hijos, Juan, Aristóbulo y Martín acabaron yéndose de la casa paterna.
Armaban fiestas en San Telmo, donde para celebrar sin ser perturbados, con gente de su amistad, clase y condición, cerraban la calle al tránsito.
Veredas y adoquinado amanecían sembrados de corchos.
Luis y sus hermanos solían irse al puerto en busca de marineros ingleses para trompearse con ellos, por pura diversión, o visitaban prostíbulos en plan provocador.
De La Plata viajaban en el tranvía 4 hasta los burdeles de Ensenada (puerto sólo habitado por criollos, a excepción de los negros de Cabo Verde), y cuando descarrilaba el armatoste se bajaban para ayudara encarrilarlo.
Siendo de familia criolla, de ancestros militares y expedicionarios al desierto, se sentían dueños del país.
Podían alborotar y entretenerse, sabiendo que nadie se los llevaría presos.
Su mujer, nacida en Magdalena, era en cambio una matrona.
Se llamaba Mariana Irma Martínez Alchurrut.
Luis se encasquetaba el gacho gris y ensayaba pasos de tango delante de ella para gastarle bromas que la irritaban.
En su libreta de enrolamiento se declara en 1911 “estudiante aviador”, casi seguramente un invento, pura cachada.
En verdad, la Academia Militar de Aviación fue creada recién en 1912.
También declara saber andar a caballo (si es que realmente cabalgaba, quizá lo había aprendido cuando trotaba mundos con un circo) y manejar automóvil, nada menos.
De su vida rumbosa pasó sin solución de continuidad a ser empleado del Banco de la Nación, donde fue ascendiendo hasta gerente de sucursal, destinado sucesivamente a varias filiales de Buenos Aires y La Pampa.
Su mujer, de familia inmigratoria, logró convertirlo en un responsable trabajador e incorporarlo al sistema, aunque nunca se mudó con él a los sitios donde le tocaba vivir.
Al envejecer a Luis lo asoló la arteriosclerosis; justo a él, que jamás había sabido de dolencias. Luis había amado la vida, y la había vivido intensamente.
Extrañaría el intento de suicidio que narra Cadícamo si no fuera porque el letrista explica que lo hizo “borracho de pernod”.
Esta era en realidad una marca francesa de ajenjo.
Al beberlo se subía a la cabeza y obnubilaba, enloquecía.
Para moderar sus efectos se lo tomaba con agua, dando lugar a un líquido lechoso, irisado de verde, algo similar al anís turco.
Pero era posible que bajo sus mismos efectos el bebedor comenzase a apurarlo puro, lo cual podía trastornarlo peligrosamente.
En realidad, en una ocasión, Luis había atentado sin querer contra su propia vida, porque jugando con el arma se le escapó un tiro.
Guardaba cama por alguna indisposición, tomó su Smith Wesson calibre 38 ante su amigo Juan Falabella, al que sabía pusilánime y medroso, el típico amigo de película argentina, a la sombra del héroe: la bala le rozó a Luis la cabeza y fue a agujerear la cabecera.
Andar con revólver era cuestión de hombres. Luis, como era común, siempre iba armado.
Tampoco le faltaba el cuchillo, aunque éste estaba destinado sobre todo para los asados.
Ya en sus últimos tiempos, cuando a su mujer le costaba manejarlo, ella trató una vez, como tantas otras, de que regresara a su habitación.
El, entonces, como llevándose la mano al presunto facón, le advirtió: “Tenga cuidado, señora, que soy hombre de llevar cuchillo”.
Los Monteagudo eran como los indios.
Jamás se quejaban de nada.
Eran callados, estoicos, austeros, discretos.
Detestaban los chismes.
Cuando alguien de la familia poseía plenamente esos rasgos, se decía de él que era “muy Monteagudo”.
Florencio y sus hermanos eran todos radicales yrigoyenistas.
Pero el guapo Sufaré, que regenteaba un lenocinio en Copetonas, cerca de Tres Arroyos, era conservador.
Martín, hermano de Luis, fue un día al establecimiento, atraído por la fama de Sufaré, de quien se decía que nadie le tocaba el culo.
Martín, veterinario de caballos y hombre bien conceptuado entre el paisanaje, estaba trabajando por la zona.
Esa noche entró al quilombo, se acomodó a una mesa para acechar el momento.
Y cuando el temible guapo pasó a su lado, le tocó velozmente el culo.
Fue una vejación repentina, casi absurda, fugaz.
De inmediato se marchó, no sin balear el frente del lupanar en su satisfecha retirada.
El incidente determinó que lo llevaran detenido a Bahía Blanca, pero el juez lo liberó de inmediato. ¿Dónde se había visto a un Monteagudo entre barrotes?
Además, éste era doctor.
En tiempos en que Martín moraba solitario en una casita de San Fernando, unos guapos conservadores, malvivientes, le mataron en su ausencia los dos perros.
El averiguó quiénes habían sido los taimados.
Supo que podría hallarlos en uno de los prostíbulos de la inolvidable calle Colón, paralela al canal, donde aún quedan vestigios de sus días de gloria.
Martín se dirigió al local, entró y reparó la afrenta.
Su amigo Francisco Lomuto, Pancho, célebre director de orquesta típica, lo sacó de San Fernando en su automóvil, trayéndolo a Buenos Aires por el camino real, la actual Libertador.
Aquel traslado equivalía a una emigración, a haberse ausentado al extranjero.
El caso quedó cerrado.
Aquello sucedió en 1930, el mismo año en que Gardel grabara “Aquellas farras”.
Y eran farras nomás, algunas un poco pesadas.
“Rimaban los corazones un pasaje sentimental”, condesciende Cadícamo, amante de aquellos ambientes y sus protagonistas.
Martín, en defensa propia y de una hacienda, hirió en una ocasión a un cuatrero que lo había atacado. Mientras agonizaba, el moribundo le dijo: “No diga, señor, que fue usted quien me hirió”.
Martín permaneció al lado de su víctima hasta el final.
Era campeón de tiro.
Había sido instructor de negros senegaleses para la guerra de 1914.
Pero Cadícamo no se referiría a él en el tango, sino a Luis.
Éste también resuena en la versión grabada por Angel D’Agostino con Tino García en 1952, no así en la algo anterior de Joaquín Do Reyes con Enrique Lucero, quien omite esos versos.
Argañaraz, el tango, Firpo y Cadícamo, Carlitos y Tino permiten que Luis Monteagudo Tejedor perdure, como su estirpe y sus humanas hazañas, módico aporte a una canción de gesta.


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