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EXCURSIÓN NOCTURNA - Septiembre de 1845

Mediaba el mes de septiembre de 1845.

No serían más allá de las diez, y el pueblo de San Pedro dormía ya. silencioso, al borde de su laguna, perdido entre las sombras de una noche fría y triste, bajo un cielo empañado que hacía palidecer la luz de las estrellas.
Distinguíanse apenas, aquí y allá, los ranchos diseminados en torno del caserío central, especie de núcleo irregular y achatado. sobre el cual se levantaba la vieja iglesia como un centinela en acecho.
Soplaba esa noche un fuerte y desapacible viento del sudeste, que traía jirones de niebla y ecos de borrasca del lado del río Paraná, y atravesaba en ráfagas silbadoras las calles desiertas, sólo cruzadas a largos intervalos por las patrullas de la policía militar que custodiaba el pueblo.
Hemos dicho que San Pedro dormía, y con más verdad podríamos decir que dormitaba, porque en aquellos tiempos siempre se dormía a medias.
De todos los puntos del horizonte llegaban ruidos amenazadores que agitaban el corazón y sobresaltaban el sueño.
Tras las lomas lejanas, resonaban de continuo estrépitos de sables, relinchos de caballos, redobles de tambores y notas estridentes de clarines, que anunciaban el paso de los cuerpos de ejército, en marcha; y aquel incesante amago de la guerra hacía circular en el seno de los hogares desolados hondos estremecimientos dolorosos, avivando las angustias del presente y reabriendo las heridas del pasado.
No había casi una familia que no estuviera afligida por la ausencia o enlutada por la muerte.
Y acaso eran menos dignas de lástima las que sólo estaban condenadas a llorar sus muertos.
Los vivos que faltaban de sus hogares, arrancaban a los suyos los más hondos suspiros y más amargas lágrimas.
Emigrados los unos, al servicio del dictador los otros, soldados todos, los padres y los hijos vagaban sufriendo por los campos, con hambre y frío y desnudez y fatigas sin cuento mientras las pobres madres, cansadas de rezar y de gemir, acurrucaban su dolor junto a los lechos vacíos.
No era ya Lavalle, con el empuje de su hueste invasora, el que arrastraba a los hombres al combate a las voz imperiosa del tirano.
Lavalle, vencido para siempre, dormía su último sueño, lejos, muy lejos, al abrigo de las montañas nevadas que otros días le vieron pasar triunfante, altivo y glorioso, cuando no tenía más ambición que la patria, ni se le atravesaba en todos los caminos el espectro de Dorrego.
Otro era ahora el enemigo que amenazaba y ponía en manos de todos las armas del combate.
Eran las dos naciones más poderosas del mundo, la Inglaterra y la Francia, que habían adormecido un instante sus odios seculares, para ensayar aventuras guerreras en el Río de la Plata.
Ingleses y franceses se habían unido en efímera alianza contra Rosas, y secundados por el gobierno de Montevideo, acababan de apresar las naves de Buenos Aires y de arriar su bandera, preparándose a invadir la tierra con el pretexto de castigar la tiranía.
¿Quién podría oponérseles? Con la altanería desdeñosa que inspira la seguridad del triunfo, aseguraban que habían venido a dar la libertad a cañonazos al pueblo esclavizado.
Sin duda habían olvidado ya que aquél era el mismo pueblo ultrajado y empobrecido por el bloqueo de 1839, de irritante memoria; y que en él vivían todavía muchos que en 1806 y 1807 hablan visto huir en pavorosa derrota a las huestes invasoras de Beresford y de Whitelocke, vencidas por la indomable energía de los héroes oscuros que improvisó la defensa de un principio más caro que la libertad: la independencia.
Tal era la lucha que se preparaba, la guerra desigual que desesperaba a las madres, y movía melancólicamente a los ejércitos en pos del sacrificio y de la muerte, sin la esperanza de la victoria.

(1903)
Fuentes:
- Chavez, Fermín. La vuelta de Don Juan Manuel
- Martín Coronado (1850 1919).
- http://www.lagazeta.com.ar/

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