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Rosas: La dureza necesaria


Como todos los políticos natos, Rosas era antes que nada un hombre de acción, una energía desbordante que debía traducir en creaciones.

Si comparamos su carrera con la de los grandes tipos de políticos que nos muestra la historia desde un César a un Mirabeau, observaremos sorprendentes analogías sobre todo en ese aspecto de la actividad infatigable orientada hacia lo concreto. Ese tipo humano representa el polo opuesto al contemplativo de gabinete, al intelectual que se paga de teorías, en quien suele suscitar una antipatía natural que huye con desdén puesto que triunfa donde aquél fracasa; lo cual no significa que sea menos inteligente puede serlo más . Debe servir a su necesidad de hacer. La de Rosas era eximia y sin duda cultivada por toda clase de lecturas en los forzados ocios camperos, como se advierte en la precisión y la frecuente elegancia de su estilo epistolar y burocrático. Pero necesitaba aplicarla a empresas creadoras, y así fue como independizado desde muy joven de su severo hogar patricio fue a trabajar al campo, fundó estancias, estableció industrias, administró bienes propios y luego por la confianza que inspiraba ajenos, e hizo una sólida fortuna.

Sabía que la solución estaba en la causa de los pueblos, identificada con el federalismo. Pero el peligro próximo del federalismo era la desintegración. Tal era el argumento de los directoriales y los unitarios que habían pretendido conjurarla mediante la intervención militar y la constitución centralista sin otro resultado que exacerbar el patriotismo local y el odio a Buenos Aires.

Esa política nos había ocasionado la pérdida de las provincias altoperuanas, del Paraguay y de la Banda Oriental y no era probable que el movimiento se detuviese allí pues ya integraban los emigrados en la Mesopotamia por el Este en Cuyo por el Oeste y en Jujuy y Salta por el Norte. A la tarea, de conciliar dos términos aparentemente contradictorios la autonomía con la unidad se aplicó Rosas con todas las fuerzas de su alma y todos los recursos de su indudable genio político y triunfó en ella, venciendo obstáculos que a cualquier otro habrían resultado insalvables: recelos e intrigas internas, calumnia sistemática, resistencia amada, intervención extranjera.

Era natural que, para lograr su objeto, se erigiera en único juez de sus medios por ser el único que dominaba la totalidad de las circunstancias atento por su situación como por su comprensión excepcional de la realidad concreta. ¿Cómo reprocharle que haya sido a veces duro, si él consideraba en dureza necesaria? En esas ocasiones es casi seguro que tenía razón y que las ejecuciones capitales que ordenó para salvar la patria asumieron un carácter de sacrificio de sangre ineludible y casi diríamos sacramental. Sea esto dicho para encarar de frente el cargo más constante contra el Restaurador sin aceptar por ello que haya sido especialmente sanguinario. La crítica histórica ha demostrado que las "tablas de sangre" de sus adversarios se hallan tan cargadas como las que a él se le atribuyen, sin justificarse por los resultados, desde Dorrego hasta Chilavert y el Chacho.

Si es así, ¿cómo se explica su leyenda? En el fondo no tiene otro origen que la antipatía tradicional en la América hispana, del especulativo (fraile o leguleyo) contra el activo (encomendero o militar), del hombre de toga o levita contra el de espada o lanza. Basta leer las expresiones con que se refieren a él en su correspondencia los unitarios desterrados desde los comienzos de su gobierno, es decir, mucho antes de que hubiera realizado ningún acto de rigor. Es el bárbaro, el salvaje, el "gaucho bruto" ¡Ah! los escrúpulos de los tenderitos graduados en el colegio y que se sienten muy superiores a sus compatriotas porque abominan de España y de la religión, ante el magnífico campesino que acaba de frustrar sus esperanzas de imponer al país el reinado de sus "luces".
(1954)

Fuentes:
- Castagnino Leonardo. Juan Manuel de Rosas, Sombras y Verdades
- Chavez, Fermín. La vuelta de Don Juan Manuel
- Palacio, Ernesto.(*)
- La Gazeta Federal www.lagazeta.com.ar

(*) Ernesto Palacio (1900 1979).Bonaerense. Colaboró en Martín Fierro y utilizó el seudónimo de Héctor Castillo o las siglas E.P. y H.C. Fundador, con otros, de la Liga Republicana, 1929. Inicialmente simpatizó con el anarquismo. Autor de Catilina contra la plutocracia en Roma, 1935; El espíritu y la letra, 1936; La historia falsificada, 1939; Teoría del Estado, 1949; e Historia de la Argentina, 1954. Cofundador del Instituto de I. Históricas Juan Manuel de Rosas. Diputado Nacional, 1946-52.

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