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17 de agosto de 1850: muerte del General San Martin

Muerte del Gran Capitán 

Estando en París Felix Frías (1) resolvió visitar a su amigo José de San Martín en su residencia de Boulogne-sur-Mer y dejó el siguiente relato:

“Cumplo hoy con el doloroso deber de comunicar al Mercurio la más triste noticia que pueda transmitirse a las repúblicas de la América del Sud, la muerte del general don José de San Martín. En la noche del 17 salí para ele puerto de Boulogne, acompañado por un compatriota, con el objeto de visitar al ilustre enfermo, cuya salud se hallaba en estado alarmante, como anuncié usted el mes pasado. En la mañana del siguiente día supimos la noticia de su muerte, acaecida el mismo día de nuestra partida. Don Mariano Balcarce, esposo de la noble hija del General, nos refirió, con el corazón destrozado por el dolor y bañados los ojos en lágrimas, sus últimos momentos.

El 17 el General se levantó sereno y con las fuerzas suficientes para pasar a la habitación de su hija, donde pidió que le leyeran los diarios, que el estado de su vista no le permitía desde mucho tiempo leer por sí mismo. Hizo poner rapé en su caja para convidar al médico que debía venir más tarde, y tomó algún alimento. Nada anunciaba en su semblante ni en sus palabras el próximo fin de su existencia.

El médico le había aconsejado que trajera a su lado una hermana de caridad, a fin de ahorrar a su hija las fatigas ya tan prolongadas de sus cuidados, y a fin de que el mismo enfermo tuviera más libertad para pedir cuanto pudiera necesitar, lo que a veces no hacía por no molestar a su hija. Esta señora no quería ceder a nadie el privilegio, tan grato para su amor filial, y de que disfrutó hasta el último instante, de asistir a su padre en su penosa enfermedad.

El señor Balcarce salió en la mañana del mismo día a hacer esa diligencia, acompañado por don Javier Rosales, a quien comunicó las esperanzas que abrigaba en el restablecimiento del General y su proyecto de hacerle viajar; tan lejos estaba de preveer la desgracia que le amenazaba y tanta confianza le inspiraba el estado de ese día y los anteriores de su padre. El señor Rosales procuró disipar esas ilusiones que podían hacer más sensible el golpe, que él consideraba inmediato y sus tristes predicciones no tardaron por desgracia en realizarse.

Después de las dos de la tarde el general San Martín se sintió atacado por sus agudos dolores nerviosos al estómago. El doctor Jardon, su médico, y sus hijos estaban a su lado. El primero no se alarmó y dijo que aquel ataque pasaría como los precedentes. En efecto, los dolores calmaron, pero repentinamente el General, que había pasado al lecho de su hija, hizo un movimiento convulsivo, indicando al señor Balcarce con palabras entrecortadas que la alejara, y expiró casi sin agonía. Es más fácil comprender que explicar la aflicción de sus hijos en presencia de esa muerte tan súbita e inesperada.

Algunos días antes el General se sintió atormentado en la noche por sus dolores, tomó una dosis de opio mayor que la prescripta para calmarlos y en la mañana siguiente apareció moribundo. Las aplicaciones de sinapismos lograron reanimarlo, pero vino luego una reacción con fiebre violenta, que entiendo ha influido en su muerte imprevista, a pesar de las engañosas apariencias de mejoría que se notaron en los cuatro últimos días.

En la mañana del 18 tuve la dolorosa satisfacción de contemplar los restos inanimados de este hombre, cuya vida está escrita en páginas tan brillantes de la historia americana. Su rostro conservaba los rasgos pronunciados de su carácter severo y respetable. Un crucifijo estaba al lado del lecho de muerte. Dos hermanas de caridad rezaban por el descanso del alma que abrigó aquel cadáver.

Bajé enseguida a una pieza inferior dominando los sentimientos religiosos, que solevantan en el corazón del hombre más incrédulo al aspecto de la muerte. Un reloj de cuadro negro, colgado en la pared, marcaba las horas con un sonido lúgubre, como el de las campanas de la agonía, y este reloj se paró aquella noche a las tres, hora en que había expirado el General San Martín. ¡Singular coincidencia! El reloj del bolsillo del mismo General se detuvo también en aquella última hora de su existencia.

Al día siguiente, 19, al tiempo de colocar en el féretro los restos mortales del ilustre difunto, la caja de la guardia nacional resonaba casualmente enfrente de la casa mortuoria; como si fuera homenaje militar tributado al guerrero, que hizo resonar por la vez primera en las altas cimas de los Andes los clarines y tambores marciales, que acompañaron en Chile, el Perú y el Ecuador, el estandarte victorioso de la independencia americana.

El 20 a las 6 de la mañana el carro fúnebre recibió el féretro, y fue acompañado en su tránsito silencioso por un modesto cortejo. Cuatro faroles cubiertos de crespón negro adornaban encendidos los ángulos superiores del carro. Seis hombres vestidos con capotes del mismo color marchaban de ambos lados. Detrás iban el señor Balcarce, llevando a su derecha al señor Darthez, antiguo amigo del General, y a la izquierda al señor Rosales, Encargado de Negocios de Chile. Marchaban enseguida D. José Guerrico, un joven de Buenos Aires, hijo de su hermano don Manuel, el doctor Gerard y el señor Seguier, vecinos ambos de Boulogne, El acompañamiento era humilde y propio de la alta modestia, tan digna compañera de las calidades morales y de los títulos gloriosos de aquel hombre eminente.

El carro fúnebre se detuvo en la iglesia de San Nicolás .Allí rezaron algunos sacerdotes las oraciones religiosas en favor del alma del difunto. En aquel momento noté en una de las naves del templo la tumba dedicada a la memoria del Almirante Bruix, padre de dos bizarros oficiales, que murieron en América, sirviendo a la causa de su independencia a las órdenes del mismo jefe que hoy venía a confundir sus restos con los del célebre almirante.

Sobre la piedra de esa tumba se leen estas palabras, que pudieran bien grabarse en la del vencedor de Maipo, con la diferencia de que la patria del General San Martín es grande como el vasto teatro de sus hazañas:

Tan buen padre como gran general
Su familia y su patria le lloran.

Después de esa ceremonia el convoy fúnebre continuó hasta la catedral, vasto edificio que se construye en la parte de la ciudad llamada alta. En una de las bóvedas de la capilla, acabada ya, fue depositado el cadáver que acompañábamos. Allí descansará hasta que sea conducido más tarde a Buenos Aires, donde según sus últimos deseos, deben reposar los restos del general San Martín. Fiel siempre a sus hábitos modestos, había él mismo manifestado la voluntad de que su entierro se hiciera sin pompa ni ostentación alguna, y así se ha hecho.

Ahí está ya, en el puerto a que todos arribamos, el hombre que fue en la América meridional un gran capitán y que supo imitar el magnánimo desprendimiento de Wáshington, cediendo a su rival el teatro en que hubiera podido cubrirse aun de más gloria, y alejándose espontáneamente de los pueblos a que había dado independencia, para que se comprendiera que su única ambición era la de anularse, después de haber contribuido poderosamente a la emancipación de medio mundo. Veintiocho años ha pasado en su voluntaria proscripción, sin que jamás haya salido de sus labios una sola palabra de queja, a pesar de que la calumnia y la ingratitud hicieron llegar más de una vez al apartado lugar de su retiro los destemplado clamores, que jamás conturbaron la paz de su alma. Ese es el puerto, sí; el mismo General en uno de los momentos en que le afligían sus crudos dolores decía a su hija, tan digna por su virtud de ser la heredera de su gloria, en el idioma del pueblo que habitaba: “C´est l´orage qui méne au port” –la tormenta que conduce al puerto- ¡Bellas palabras y llenas de verdad! ¡Cual otro que la muerte es el puerto en que descansan, después de las fatigas de la vida, los hombres como el General San Martín! No le bastó después de sus espléndidos triunfos, decir a los pueblos que había emancipado: -Ved que soy un hombre honrado-; y ha sido preciso que llegara lleno de años y de abnegación al borde de su tumba, para que la justicia empezara para él. El fallo de la justicia humana no es completo por desgracia, sino después que los hombres ven cadáver al que fue en vida libertador, después que el héroe ha entrado a ese puerto, del que no se regresa a la tierra. Si el general San Martín no se quejaba de la ingratitud, tenía memoria para los beneficios, si es que pueden llamarse así las justas recompensas acordadas por los Gobiernos de Chile y del Perú a sus grandes servicios. En cuanto a la conducta respecto de él, del actual y de los anteriores gobiernos de su propio país, imitaré, en presencia de esa augusta tumba, el noble silencio del patriota generoso y puro que ella encierra.

La catedral, cuyas bóvedas subterráneas contienen los restos del general San Martín, remonta su alta cúpula no lejos de la columna erigida por Napoleón en el célebre campo de Boulogne, donde concibió el atrevido proyecto de invadir a la Gran Bretaña. Allí mismo fue donde el genio militar del siglo distribuyó solemnemente las cruces de honor a los valientes soldados de su ejército.

El general San Martín no sólo concibió sino realizó la empresa, no menos audaz, considerada la diferencia de medios, del paso de los Andes, con un ejército que tenía que hacer esa conquista sobre la naturaleza antes de conquistar para la independencia a dos Estados americanos. Y sin embargo un solo monumento no se eleva en todo el vasto territorio que recorrió aquel guerrero con sus tropas victoriosas desde San Lorenzo hasta Pichincha. ¡Ingratitud de los pueblos comparable sólo con el desprendimiento del héroe!

Hacía algún tiempo que el General consideraba próxima su muerte; y esta triste persuasión abatía su ánimo, ordinariamente melancólico y amigo del silencio y del aislamiento. El día 6 escribió en su cartera algunas palabras afectuosas de despedida para sus hijos. Su razón, sin embargo, se ha mantenido entera hasta el último momento; y puede decirse que su alma enérgica se ha lanzado de la tierra, cuando le faltó cuerpo que habitar. En algunas conversaciones que tuve con él en Enghien, lugar vecino a París, cuyas aguas le habían recetado los médicos, pude notar un mes antes de su muerte que su inteligencia superior no había declinado. Vi en ella el sello del buen sentido que es para mí el signo inequívoco de una cabeza bien organizada. Hablaba con entusiasmo de la prodigiosa naturaleza de Tucumán y de las otras provincias argentinas; y como Rivadavia en sus últimos días, abrigaba fe viva en el porvenir de aquellos países. Recordaba siempre con gratitud el noble carácter y el apoyo que encontró para su gran campaña de Chile en los habitantes de las provincias de Cuyo; y su memoria conservaba frescos y animados recuerdos de los hombres y los sucesos de su época brillante. Nada simpático por el movimiento revolucionario en que ha entrado la Francia después de febrero, apreciaba a mis ojos con suma exactitud los defectos del carácter francés, al mismo tiempo que las calidades que lo recomiendan, y las causas de los males que hoy afligen a esta nación. Comprendía en sus últimos días, como comprendió muy temprano y antes que el mismo Monteagudo, que la libertad requiere condiciones muy serias en los pueblos para arraigarse, y que el entusiasmo febril e irreflexivo no es su mejor garantía. La inteligencia que supo hermanar la gloria con la más bella de las virtudes, el desinterés, era bien competente para juzgar con acierto las cuestiones sociales. Su lenguaje era de un tono firme y militar, por decirlo así, cual el de un hombre de convicciones meditadas.

Permítame usted, antes de concluir, recomendar a la gratitud de los buenos americanos el celo que algunos estimables caballeros han dispensado a la familia del héroe que hemos perdido, en los amargos días de su desgracia. El señor don Javier Rosales, Encargado de Negocios de Chile, ligado al general San Martín y a sus hijos por el doble vínculo de la amistad y de su posición, ha representado dignamente a un gobierno y a un pueblo, que deben conservar recuerdos de respetuosa simpatía por el vencedor de Maipo.

Pero si se conciben esas finas atenciones de la amistad en un hijo de aquella república, son sin duda más laudables aun en un ciudadano francés. El doctor Gerard, dueño de la casa que habitaba el general San Martín, y cuyo piso inferior ocupaba él mismo con su familia, ha desplegado una solicitud tan recomendable, que parecía inspirada por la pérdida de un glorioso compatriota suyo. Verdad es que para un corazón francés la gloria bien adquirida no es un título de un país, sino de la humanidad entera. Este caballero, después de haber practicado con el señor Rosales todas las tristes diligencias necesarias para conducir y depositar a un cadáver en su última morada, recorrió inmediatamente los libros de la biblioteca de Boulogne, de que es director, y ha publicado un hermoso necrológico en el imparcial de Boulogne, del 23 de este mes, en el que sorprende que un extranjero haya podido juzgar con tanta fidelidad al guerrero y los notables sucesos en que tuvo parte tan señalada.

Espero que se me perdonará la indiscreción de copiar aquí algunos renglones de una carta dirigida por el doctor Gerard al señor Balcarce: “Y ahora, señor, no me queda otra cosa que deciros, sino manifestaros de nuevo, con el corazón consternado, la viva aflicción que mi esposa y yo hemos experimentado y experimentaremos largo tiempo por la pérdida tan dolorosa que acabáis de hacer. Nos envanecía la posesión de un hombre de esa edad y un carácter tan grande bajo este techo que nos abriga. Esta casa esta santificada a nuestros ojos, su pérdida deja en ella un vacío que se reproduce en nuestras almas, y que no se llenará pronto”.

El piadoso celo el doctor Gerard ha sido igualado por el de un respetable sacerdote, el abate Haffreingue, que cedió una de las capillas subterráneas de la catedral para los restos del general San Martín, y ha prodigado a su enlutada familia las benévolas atenciones de un ministro del evangelio. A los esfuerzos infatigables de ese prelado tan ilustrado como virtuoso, se debe la continuación de aquel edificio monumental.

Usted concibe la grata impresión que han debido despertar en los deudos y amigos del difunto General estos actos de delicada urbanidad que honran la tumba abierta en el suelo extranjero para recibir a un eminente ciudadano de nuestra América.

Por lo demás, la presencia entre los pocos amigos que llegaron hasta esa tumba de un honorable anciano español, un distinguido escritor francés, un representante de Chile y un niño de la República Argentina, provoca reflexiones que es inútil expresar a usted.

La América sentirá, sin duda, esta pérdida como debe ser sentida.

Ella será fiel a la gloriosa tradición de su origen, que es tal vez lo único que podamos contemplar con satisfacción y sin rubor. El general San Martín es venerable a mis ojos, no sólo porque fue un glorioso guerrero y porque sus victorias inauguraron con las de Bolívar la era moderna de la América antes española; es sobre todo venerable porque a sus hechos heroicos mereció asociar el título de grande hombre de bien. Este elogio tributado por el ilustre hombre de Estado de la Inglaterra, muerto no ha mucho, al rey Luis Felipe, que acababa de morir también, será la corona más bella que pueda la posteridad colocar sobre la frente de las estatuas que se erigirán un día a la memoria del general San Martín”.

(Escritos y Discursos”, Buenos Aires, 1884, t.I)
(1) Felix Frías:
Pensador argentino, político y prestigioso orador y autor de numerosos libros, Fue representante argentino en Chile durante el gobierno de Domingo F. Sarmiento (1869) y el defensor más acérrimo en la cuestión sobre la soberanía argentina de la Patagonia. Gracias a su gestión, ésta no entró dentro del arbitraje disputado por ambas naciones. La postura de Chile, manifiesta por su Ministro de Relaciones Exteriores, Adolfo Ibáñez, era la de incluir la Patagonia en su totalidad en el arbitraje. Según Ibáñez, este territorio constituía un interés vital para Chile. Félix Frías argumentaba que "la Patagonia, el Estrecho de Magallanes y la Tierra del Fuego, aunque contiguos, son territorios distintos". Con esta frase descalificaba la intención de su par chileno de incluir estas tres regiones como si fueran sólo una, frente al arbitraje internacional.
En los alrededores de El Calafate hay dos accidentes geográficos que llevan su nombre: El Glaciar Frías y el cerro Frías, bautizado en su memoria por Francisco P. Moreno. En esa ocasión, un 12 de marzo de 1877, el Perito Moreno, a los pies del cerro, decía: "costeamos la falda de un cerro bastante elevado y extenso (...) Llamo a este cerro monte Félix Frías en honor de mi venerable amigo, el esclarecido patriota que defiende con tanto ardor la causa de los argentinos contra las temerarias pretensiones chilenas" (Viaje a la Patagonia Austral, pág. 441).

Fuentes:
- Obras citadas.
- La Gazeta Federal www.lagazeta.com.ar

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